Que los docentes han estado y siguen estando a la altura de las circunstancias, en un escenario tan complejo como el que estamos atravesando, ha quedado patente y no creo que se albergue duda alguna.
Desde nuestro máximo respeto y admiración a los profesionales del ámbito sanitario, los docentes también hemos asistido a situaciones muy difíciles donde un confinamiento o cierre perimetral de la localidad, unido al cese de toda actividad no esencial no ha sido obstáculo alguno para mantener los centros educativos abiertos en modalidad presencial, circunstancia que ya no nos sorprende al no constituir lamentablemente a estas alturas ninguna novedad, con el consiguiente riesgo que ello supone para la salud, tanto del alumnado como del profesorado.
La Real Academia Española de la Lengua define “resiliencia”, en el caso de los seres vivos, como “la capacidad de adaptación frente a un agente perturbador o un estado o situación adversos”. En el ámbito educativo existen numerosos estudios acerca del efecto protector que la resiliencia genera en el proceso de aprendizaje de nuestros alumnos, al favorecer el desarrollo de competencias sociales, académicas y personales que permiten al estudiante sobreponerse y salir fortalecido ante situaciones adversas. En este contexto, recae en el profesorado la tarea de saber gestionar los factores de riesgo y protección presentes en su alumnado, de forma que pueda actuar como facilitador de los procesos de resiliencia entre el mismo. Pero, centrándonos en el docente, quién le protege? quién le ayuda o guía ante la adversidad?.